sábado, 22 de marzo de 2008

Memorías de la Guerra Civil

Rememorando aquellos tiempos de guerra, en la que España estaba bajo el régimen franquista, me gustaría resaltar un relato que D. José Barreiro Barral añadió a su libro Los Montes del Pindo Olimpo Celta y Desierto de Piedra, quecreo que sinceramente es bastante interesante:

“Cuando en el verano de 1936, y después de empezar la Guerra Civil fueron llamados a presentarse en la Ayudantía de Marina de Corcubión los mozos que por excedentes de cupo de quintas anteriores, estaban en sus casas en plan de reserva, en vez de presentarse en la oficina de la Marina se fueron al monte para refugiarse durante los días que ellos creyeron que duraría esa contienda.
Un mes después, eran llamados los mozos de la quinta inmediata que también hicieron lo mismo yéndose al monte, y luego empezó la movilización de quintas futuras y de las anteriores que ya llevaban varios años en la reserva, y todos se fueron al monte
Aquella aventura no fue promovida por ningún líder ni razón ideológica alguna; fue sencillamente el terror a una guerra entre hermanos que aquí no concebían, y al mismo tiempo por creer que su duración era cosa de días más o menos.
Cuando los mozos del Pindo se internaron en sus montes, ya había otros procedentes de diferentes pueblos del entorno, que no solo eran prófugos de sus deberes militares, si no que eran hombres perseguidos por pertenecer a sindicatos laborales, y que allí fueron a refugiarse. Estos, más preparados en cuestiones sociales fueron aleccionando a los jóvenes del Pindo en asambleas que celebraban en pleno monte a la luz de la luna, y fue a partir de estas reuniones nocturnas, cuando los mozos del Pindo se politizaron asociándose a la causa de los sindicatos que por su pertenencia a comités socialistas eran perseguidos a muerte.
Al no haberse presentado los mozos del Pindo al llamamiento de la autoridad de la Marina, se ordenó a la Guardia Civil y a las milicias de Falange para que averiguasen su paradero, requiriendo de padres de los prófugos toda noticia que pudiesen darle sobre sus hijos y el lugar en donde se encontraban. Entonces los padres eran trasladados a la Casa del Posito de Pescadores, donde eran torturados para que declarasen el paradero de sus hijos prófugos. Y ante la tenaz negativa de los padres, los agentes de aquella autoridad verdiazul repartieron tales palizas que alguno murió a los dos días de haberla recibido.
Para satisfacer las necesidades imprescindibles de los refugiados en el monte, las madres con el pretexto de ir a por leña llevaban a sus hijos, pan, tocino, pescado, tabaco, y aquello que se estimaba de más urgente necesidad, siempre con la esperanza de que aquella revolución terminase pronto y pudiese cada uno reintegrarse a su vida como ciudadanos normales. Pero la cosa se complicaba cada vez más, y la vida de los refugiados se hacía cada vez más difícil e insostenible.
Se montaron servicios de vigilancia para evitar que las madres suministrasen recursos alimentarios a sus hijos, y alguna fue sorprendida en tal empresa, recibiendo el castigo de ser apaleada en la Casa del Pósito. Al estanquero le quitaron el estanco culpándole de ser cómplice de aquella deserción, y también le propinaron su paliza.
Aquello motivó a que las madres suspendiesen el suministro a sus hijos refugiados, pero también ocasionó que unos y otros al sentirse perseguidos y maltratados se enardecieran cada vez más contra los promotores de aquella contienda, a lo que mucho contribuyó lo que aprendían en las asambleas nocturnas. Entonces se impuso para los refugiados la necesidad de tener que bajar a sus respectivos hogares para recoger su dieta, ocasión que también aprovechaban para echarse una siesta en su cama de antes.
Aquella nueva situación no podía ser más comprometedora, ya que podían ser sorprendidos en su propia casa. Entonces un niño del pueblo, y sin que nadie se lo mandase, al ver a la Guardia Civil o a los falangistas recorriendo las casas empezaba a cantar a toda voz una especie de contraseña que decía “Omesomonte” “Omesomonte”, recorriendo en su cantinela los barrios del pueblo. Y los prófugos al sentir aquella voz infantil conocida, huían por entre los peñascos del monte hacia sus guaridas, donde no era nada fácil encontrarlos.
Según informes de los propios protagonistas de aquella aventura, llegaron a reunirse en estos montes tan hoscos como hospitalarios, más de sesenta hombres, la mayoría procedentes de otros pueblos, entre los que había algunas armas cortas como viejos revólveres y algunas pistolas de diferentes calibres que nunca fueron usadas, especialmente por ser muy escasa la munición.
Como la vigilancia de los “milis” se incrementó, ya que resultaba más prudente esperarlos abajo que subir al monte a por ellos, algunos fueron sorprendidos cuando bajaban a por víveres, y ya no volvían al monte, lo que en la colectividad desertora se notaba restringiendo cada vez más las bajadas al pueblo. Todos los “cazados” por la vigilancia de los falangistas y Guardias Civiles eran llevados a la casa del pósito para declarar, y después de recibir su “repaso” eran conducidos a la cárcel.
Los problemas para los refugiados en el monte se complicaban cada vez más, a pesar de que en pueblo sus familiares trataban de agudizar su ingenio para no desamparar a los suyos. Al ver que los caminos más frecuentes estaban vigilados, intentaron hallar otros senderos serpenteando por entre los peñascos, pero que suponían más rodeo, y desde los collados los refugiados con prismáticos veían a las mujeres en sus intentos de llevarles suministros, y escurriéndose al abrigo de las peñas bajaban a su encuentro para recibir el ansiado pan. Entonces los refugiados trataron de valerse por si mismos, para evitar a sus familiares tantos trabajos y riesgos. Fue entonces cuando acordaron frecuentar las casas de las aldeas de la montaña para pedir los socorros necesarios, y les daban pan, patatas, tocino y hasta tabaco, y en los rebaños que andaban por los montes se apoderaban de cuando en cuando de alguna cabra o cordero que sacrificaban para su alimentación.
El segundo año fue el más penoso, por cuanto la salud de aquellos hombres empezó a resquebrajarse y las enfermedades aparecieron.
Entonces empezó a vislumbrarse la idea de entregarse a las autoridades, en lo que unos estaban de acuerdo pero otros se oponían por temor al castigo. Con tal motivo se reunían en asamblea para tratar de hallar alguna solución a sus graves problemas, y de una de aquellas reuniones salió la idea de buscar la liberación por otras vías.
Se ordenó que una compañía de Infantería se trasladase al Monte Pindo para obligar a los refugiados a que se rindieran; pero los montes de Pindo recibieron en su hosquedad eterna a los soldados que no sabían por donde y a donde dirigirse, porque allí no había más que piedras inaccesibles. Y en su intento de escalada, a un infortunado soldado le exploto su propia dotación muriendo en el acto, cosa que enardeció al comando de aquella unidad que dio orden de disparar contra todo objeto que se moviese; y como en aquellos instantes uno de los refugiados se hallaba en su casa y quiso volverse a su escondrijo cercano, fue visto y muerto a tiros en el acto. Aquel joven muerto a pocos metros de su casa fue el único que murió en el escenario de su deserción, pero también fue suficiente para que los mozos del Pindo se rindieran, siendo llevados a la cárcel de La Coruña y pronto incorporados a los cuarteles militares de donde algunos huyeron a pie hasta su casa, siendo necesario que la Guardia Civil fuese a detenerlos e incorporarlos de nuevo.
Ya en los últimos meses de guerra fueron mandados al frente en puestos de retaguardia.
Hay que reconocer que la justicia de aquella época no pudo ser más benigna con aquellos hombres.
Aquella aventura de los prófugos del Pindo que estuvo inédita tantos años, tal vez llegue algún día llegue a historiarse con el necesario detenimiento…”
Libro: Los Montes del Pindo Olimpo Celta y Desierto de Piedra

Capítulo XIV
Autor: D. José Barreiro Barral, estudioso del macizo del Pindo


Como dice el Sr. Barreiro Barral, sería fantástico que se llegara a historiar con todo detalle la aventura de esa gente que huyó al Monte Pindo para esconderse de una guerra entre hermanos que bajo ningún concepto tolerarían, una guerra innecesaria en la que muchos españoles se dejaron la vida por defender lo que creían justo.

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